Nunca con tantas canciones se cantó tan poco
Otra paradoja del estado de cosas social a la que debemos hacer frente en esta cuestión es la siguiente: nunca la música había estado tan disponible, en tanta cantidad, para tanta gente; la música nunca había ocupado el espacio público como ahora; nunca se había democratizado tanto el arte musical. La música popular no sólo es un pilar de la industria del entretenimiento, sino un verdadero marco de referencia que engloba muchas actitudes culturales y vitales. Desde la invención del disco microsurco, los músicos populares han movilizado masas, con las orquestas de swing primero y los grupos de rock después. La globalización ha roto en pedazos la segmentación de la música en géneros y sus correspondientes públicos, de modo que hoy día todo tipo de músicas, comerciales y étnicas, experimentales e industriales, se mezclan en el Gran Altavoz, la dimensión sónica globalizada del Gran Hermano comunicacional panóptico.
Y sin embargo, nunca la gente había cantado menos. Todos podemos llevar un reproductor de música digital en el bolsillo, pero de nuestras calles ha desaparecido algo que nos era familiar a los habitantes de los barrios populares hace poco más de 40 años: gente canturreando o silbando mientras camina hacia sus quehaceres; artesanos o albañiles cantando a voz en grito en su puesto de trabajo; niños experimentando con una armónica en el patio de juegos; incluso, remedos cómicos de los jingles publicitarios difundidos por la radio, a modo de chistes. Los ambientes flamencos, en Andalucía y puntos de la emigración, mantienen todavía la llama sagrada de algo que pareció natural pero está a punto de extinguirse: el hecho de cantar de manera gratuíta, espontánea, alegre y comunicativa, para alegrarse uno el momento y vivir cómodo en la propia piel. Estamos rodeados de música por todas partes, pero la canción verdadera, aquella que se canta al momento, sin pretensiones artísticas, y que ilustra la vida cotidiana como un gesto más que expresa la rotundidad de la existencia, esa canción ha desaparecido. Es más: la alienación de la canción de nuestros propios labios y su delegación en la industria nos ha dejado mudos, apenas balbucientes. Obsérvese la pobreza de la expresión hablada de las gentes, la torpe articulación de sonidos de las conversaciones cotidianas, la poco menos que tartamuda expresión de los saludos o convencionalismos habituales en los puntos de encuentro laborales, urbanos o sociales. Somos mudos de hecho en un mundo lleno, no ya de música y canciones, sino de ruido y estruendo.
Así pues, a nuestra alienación cultural del sonido como hecho terapéutico y liberador se añade nuestra alienación práctica de la fonación espontánea como expresión gozosa de la existencia. Y, en cambio, la propia Vida Una que se expresa en el Universo está ontológicamente enraizada en el sonido y la palabra.