El árbol de la vida |Francesco Alberoni| [fragmento]
El hombre está insatisfecho con su naturaleza y tiene una razón para estarlo, una razón importante.
(…) Sobre un cuerpo que no difiere mucho del de los otros primates en un breve lapso -de uno o dos millones de años- creció un inmenso cerebro formado por miles de millones de células y capaz de billones de operaciones. Este extraordinario aparato pensante no está ni siquiera del todo desarrollado al nacer. En efecto, no todas las fibras nerviosas están mielinizadas. Se desarrolla con el transcurso de los años, y puede ponerse en funcionamiento sólo por medio de un aprendizaje muy complejo. Si el cerebro no sufriera daños por enfermedades, tóxicos y envejecimiento, podría aprender una increíble cantidad de cosas. Pero ha sido colocado en un organismo que tiene la misma capacidad de regeneración celular que los otros animales. El resultado es que en cuanto comienza a funcionar a pleno, digamos a los veinte o veinticinco años, el cerebro comienza a deteriorarse, intoxicado, mal oxigenado y atacado por las enfermedades. No obstante ello, en general sobrevive a todos los otros órganos corporales que, poco a poco, se destruyen. Las arterias se tornan rígidas, el hígado y los riñones funcionan cada vez peor, las articulaciones se endurecen. Con la llegada de la vejez, y lo que ésta trae consigo, este instrumento perfecto queda literalmente tapiado vivo dentro del cuerpo, y tiene, además, que asistir de manera impotente a la descomposición de todo el organismo, luego a su propia descomposición y, por último, a su muerte.
(…)
Los hombres de pronto comprendieron que su cuerpo estaba penosamente inadaptado respecto de su capacidad intelectual y se sintieron huéspedes extranjeros. Así nació, en toda sociedad y en todo tiempo, la idea de un alma inmortal obligada a permanecer en un cuerpo mortal. Hoy tenemos la impresión de que nuestros antepasados fueron un poco megalómanos al atribuirse un alma inmortal, hasta divina. Y megalómanos nos parecen sus sacerdotes, hechiceros y místicos que siempre pretendieron estar en contacto con la divinidad, es decir, con algo distinto y superior a la naturaleza. Pero éste era su modo de expresar la experiencia inmediata e imposible de acallar, de llevar en sí algo que trasciende el dato de la naturaleza, una sobrenaturaleza.