De la heterofobia al racismo
Zygmunt Bauman
El racismo se suele entender, aunque equivocadamente, como una variedad de los prejuicios o del resentimiento entre grupos. A veces se le diferencia de otros sentimientos o creencias a causa de su intensidad emocional. En otras ocasiones se le aísla haciendo alusión a los atributos hereditarios, biológicos y extraculturales que suele contener, a diferencia de las variedades no racistas de la hostilidad entre grupos. En algunos casos, los que escriben sobre el racismo señalan sus pretensiones científicas, pretensiones que no poseen otros estereotipos, no racistas aunque igualmente negativos, sobre los grupos extranjeros. Sin embargo, sea cual sea la característica que se escoja, raramente se rompe el hábito de analizar e interpretar el racismo dentro del ámbito de una categoría más amplia de prejuicios.
A medida que el racismo va ganando importancia entre las formas contemporáneas de aversión entre grupos, y es la única entre ellas con una pronunciada afinidad con el espíritu científico de la época, se va haciendo más significativa una tendencia interpretativa opuesta, esto es, la tendencia a ampliar el concepto de racismo para que abarque todas las variedades del resentimiento. Es decir, todas las clases de prejuicios entre grupos se interesan como expresiones de predisposiciones innatas, naturales y racistas, Probablemente podamos permitirnos el lujo de no sentirnos muy emocionados al contemplar este cambio de lugares y considerarlo, filosóficamente, como una simple cuestión de definiciones que, después de todo, se pueden aceptar o rechazar a voluntad. Sin embargo, con un examen más cuidadoso estamos ante otra imprudente manifestación de autocomplacencia, De hecho, si todas las hostilidades y aversiones entre grupos son formas de racismo y si la tendencia a mantener alejados a los extraños y ofenderse por su proximidad ha sido ampliamente documentada por las investigaciones históricas y etnológicas afirmando que es un atributo perpetuo y punto menos que universal de los grupos humanos, entonces no hay nada esencia y radicalmente nuevo en que el racismo haya adquirido semejante importancia en nuestra época. Es simplemente el ensayo de un antiguo guión aunque, eso sí, puesto en escena con unos diálogos actualizados. En especial la vinculación intima del racismo con otros aspectos de la vida moderna o bien se niega por completo o bien se desenfoca.
En su reciente estudio sobre el prejuicio de una erudición impresionante, Pierre-André Taguieff describe la sinonimia entre racismo y heterofobia, es decir, la aversión a la diferencia. Ambos aparecen, asevera, a tres niveles o en tres formas que se caracterizan por su creciente nivel de complejidad. En su opinión, el “racismo primario” es universal. Es la reacción natural ante la presencia de un desconocido extraño, ante cualquier forma de vida humana que se ajena y provoque confusión. Invariablemente, la primera respuesta es la antipatía que no suele llegar a la agresividad. Universalmente, va de la mano de la espontaneidad. El racismo primario no necesita que nadie lo inspire ni lo fomente. Tampoco necesita una teoría que legitime este odio elemental, aunque en ocasiones se ha reforzado y utilizado como instrumento de movilización para la movilización política. En estas ocasiones, puede pasar a otro nivel superior de complejidad y convertirse en racismo “secundario” o racionalizado. Esta transformación se produce cuando existe, y se interioriza, una teoría que proporciona bases lógicas para el racismo. Se representa al repugnante Otro como alguien con mala voluntad y “objetivamente” dañino; es decir, en cualquiera de los dos casos como alguien que supone una amenaza para el grupo al que inspira aversión. Por ejemplo, se puede representar a la categoría aborrecida como conspiradora con las fuerzas del mal de la forma que especifica la religión del grupo que aborrece o como rival económico sin escrúpulos. La elección del campo semántico en el que teoriza la “peligrosidad” del aborrecido Otro la decide, según cabe suponer, el planteamiento general del momento sobre lo socialmente relevante, sobre los conflictos y divisiones. Un caos muy actual de “racismo secundario” es la xenofobia o, más especialmente, el etnocentrismo. Ambos aparecen en momentos de nacionalismo rampante, cuando una de las líneas divisorias sostenidas con más fuerza se razona recurriendo a la historia, la tradición y la cultura compartidas. Finalmente, el racismo “terciario”, de “mistifactoría”, que presupone la existencia de los dos niveles “inferiores”, se distingue por la utilización del argumento cuasi biológico.
De la forma en que Taguieff la ha construido e interpretado, esta clasificación tripartita parece lógicamente imperfecta. Si el racismo secundario ya se caracteriza por la teorización de la aversión primaria, entonces parece que no existe ninguna razón para distinguir solamente una de las muchas ideologías que se pueden usar, y de hecho se usan, para esta finalidad como característica distintiva de un racismo de “nivel superior”. El racismo de tercer nivel parece más una unidad o un elemento del segundo nivel. Acaso Taguieff podría defender su clasificación de esta acusación si, en vez de separar las teorías biológicas a causa de su supuesta naturaleza de “mistifactoría” (se puede argumentar sin fin sobre el grado de mistificación de todo el resto de teorías racistas de segundo nivel), utilizara la tendencia del argumento biológico para subrayar la irreversibilidad e incurabilidad de la perjudicial “otredad” del Otro. Se podría, de hecho, señalar que en nuestra época de artificialidad del orden social, de omnipotencia putativa de la educación y de ingeniería social, la biología en general y la herencia en particular significan, para la conciencia pública la zona que permanece fuera de los límites de la manipulación cultural, algo que todavía no sabemos como resolver, moldear y dar nueva forma según nuestra voluntad. Taguieff, no obstante, que la moderna forma de racismo biológico no parece “diferente en naturaleza, funcionamiento y función de los discursos tradicionales de exclusión descalificadota”, y se centra por ello en el grado de “paranoia delirante”, o de “especulatividad” extrema como características distintivas del “racismo terciario”.
Yo creo, por el contrario, que son precisamente la naturaleza, la función y la forma de funcionamiento del racismo lo que lo distinguen claramente de la heterofobia- ese difuso desasosiego, inquietud o angustia que la gente siempre suele experimentar cuando se enfrenta con “ingredientes humanos” que no entiende del todo, con los que no se puede comunicar fácilmente y de los que no se puede esperar que se comporten de forma conocida y rutinaria. Parece que la heterofobia es una manifestación concentrada de un fenómeno más amplio de angustia provocado por la sensación de no tener control sobre la situación y, en consecuencia, no poder ejercer ninguna influencia sobre su evolución ni tampoco prever las consecuencias de la propia actuación. La heterofobia puede surgir como una objetificación real o irreal de esta angustia, pero lo más probable es que la angustia en cuestión acabe buscando cualquier objeto al que anclarse. En consecuencia, la heterofobia es un fenómeno bastante corriente en todas las épocas y más todavía en una era de modernidad en la que son más frecuentes las ocasiones para la experiencia “sin control” y resulta más plausible interpretar esta experiencia en términos de inoportuna interferencia de un grupo humano extraño.
También sugiero que, descrita así, hay que distinguir analíticamente la heterofobia de la enemistad declarada –un antagonismo más concreto generado por las actuaciones humanas de búsqueda de la identidad y de trazado de límites. En este último caso, los sentimientos de antipatía y resentimiento se parecen más a apéndices sentimentales de la actividad de separación. La propia separación exige una actividad, un esfuerzo y una actuación continua. El extraño del primer caso, sin embargo, no es simplemente una categoría de persona demasiado cercana como para sentirse a gusto y al tiempo claramente independiente, fácil de reconocer y mantener la distancia necesaria, sino un grupo de personas cuya “colectividad” no es evidente o no se reconoce generalmente. Incluso se puede atacar a esta colectividad y los miembros de la categoría ajena lo ocultarán o lo negarán. El extraño en este caso, amenaza con penetrar en el grupo nativo y fundirse con él si no se toman medidas preventivas y se relaja la vigilancia. Es decir, el extraño amenaza la identidad y la unidad del grupo, pero no lo hace confundiendo su control sobre un territorio o su libertad para actuar de la forma usual, sino haciendo difusos los límites del territorio y borrando la diferencia entre la manera de vivir usual (bien) y la extraña (mal). Este es el caso del “enemigo entre nosotros”, el que provoca un vehemente movimiento para trazar los límites que, a su vez, genera unas densas secuelas de antagonismo y odio hacia los culpables o sospechosos de doble lealtad o de sentarse a horcajadas sobre la barricada.
El racismo es diferente de la heterofobia y de la enemistad declarada. La diferencia no reside ni en la intensidad de los sentimientos ni en el tipo de argumentos que se emplea para racionalizarla. El racismo se distingue por un conjunto de métodos de los que forma parte y que racionaliza, unos métodos que combinan las estrategias de la arquitectura, de la jardinería y de la medicina, y las pone al servicio de la construcción de un orden social artificial. Esto se consigue eliminando los elementos de la sociedad actual que ni se ajustan a la realidad perfecta soñada ni se pueden modificar para que lo hagan.
En un mundo que se jacta de tener una capacidad sin precedentes para mejorar las condiciones humanas reorganizando los asuntos humanos sobre una base racional, el racismo manifiesta la convicción de que existe cierta categoría de seres humanos que no se pueden incorporar al orden racional, por muchos esfuerzos que se hagan. En un mundo caracterizado por el continuo retroceso de los límites de la manipulación científica, tecnológica y cultural, el racismo proclama que no se pueden eliminar ni rectificar ciertas manchas de cierta categoría de personas, que permanecen más allá de los límites de los métodos reformadores y que seguirán estando allí siempre. En un mundo que proclama la formidable capacidad de la formación y de la inversión cultural, el racismo deja aparte a cierta categoría de personas a las que no se puede llegar (y, en consecuencia, no se pueden cultivar) ni por medio de la argumentación, ni de tampoco ninguna otra herramienta de formación y, por lo tanto, seguirán siendo extrañas siempre. En resumen, en el mundo moderno que se distingue por su ambición de autocontrol y autoadministración, el racismo declara que existe cierta categoría de personas que se resiste endémicamente al control y es inmune a cualquier esfuerzo para mejorar. Para utilizar una metáfora médica, se pueden entrenar y poner en forma ciertas partes del cuerpo, pero no un tumor canceroso. A este último sólo se le puede “mejorar” destruyéndolo.
La consecuencia es que el racismo se asocia de forma inevitable con la estrategia de extrañamiento. Si las condiciones lo permiten, el racismo exige que se aleje a la persona ofensora más allá del territorio ocupado por el grupo ofendido. Si no se dan esas condiciones, el racismo exige que se extermine físicamente a la categoría ofensora. La expulsión y la destrucción son dos métodos de extrañamiento intercambiables.
Alfred Rosenberg escribió lo siguiente sobre los judíos: “Zunz asegura que el judaísmo es el capricho del alma judía. Ahora el judío no puede escaparse de este “capricho” aunque se bautice diez veces, y el resultado necesario de esta influencia sería siempre el mismo: falta de vida, anticristianismo y materialismo”. Lo que es cierto sobre la influencia religiosa se puede aplicar también a otras intervenciones culturales. Los judíos no tienen remedio. Sólo serán inofensivos con la distancia física, la ruptura de la comunicación, el encierro o la aniquilación.