El Conocimiento de Uno Mismo. Jiddu Krishnamurti

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El sábado y el domingo pasados estuvimos dilucidando la importancia del conocimiento propio, porque, según expliqué, no veo cómo podemos tener base alguna para el recto pensar sin el conocimiento de nosotros mismos; ni cómo es posible que una acción cualquiera, por inclusiva, colectiva o individualista que sea, resulte armoniosa y verdadera sin el pleno conocimiento de uno mismo. Sin conocerse a uno mismo, no hay posibilidad real de investigar qué es lo verdadero, lo que tiene significación, cuáles son los justos valores en la vida. Si uno no se conoce a sí mismo, no puede ir más allá de las ilusiones proyectadas por la propia mente. El conocimiento propio, como lo hemos explicado, implica no sólo conocer la acción en la convivencia de un individuo y otro, sino también la acción en las relaciones con la sociedad; y no puede haber sociedad completa y armoniosa sin ese conocimiento. De modo que, en realidad, resulta de mucha importancia y significación que uno se conozca a sí mismo tan completa y plenamente como sea posible. ¿Y es posible ese conocimiento? ¿Puede uno conocer, no en forma parcial sino integralmente, el proceso total de uno mismo? Porque, como ya lo dije, sin conocerse a sí mismo no tiene uno base para pensar. Uno queda atrapado en ilusiones: políticas, religiosas, sociales y éstas son ilimitadas, interminables. ¿Es posible conocerse a sí mismo? ¿Y cómo puede uno conocerse a sí mismo? ¿Cuáles son los medios, cuáles los procesos, qué camino seguir?

Creo qué, para encontrar los medios debe uno averiguar primero ? ¿no es así? – cuáles son los impedimentos. Y estudiando lo que consideramos importante en la vida, las cosas que hemos aceptado – los valores, las normas, las creencias, las innumerables cosas que mantenemos – examinándolas, tal vez descubriremos cómo funciona nuestro pensamiento y de ese modo nos conoceremos a nosotros mismos. Es decir, comprendiendo las cosas que aceptamos, poniéndolas en tela de juicio, ahondando en ellas – por ese proceso, precisamente, conoceremos las modalidades de nuestro pensamiento, nuestras respuestas nuestras reacciones; y conociéndolas nos conoceremos a nosotros mismos tal como somos. Ese, sin duda, es el único medio que tenemos para descubrir nuestra manera de pensar, nuestras reacciones: estudiando, examinando por completo los valores, las normas y las creencias que hemos aceptado durante generaciones. Y, viendo lo que hay detrás de esos valores, podremos saber cómo respondemos, cuáles son nuestras reacciones ante ellos; y así, tal vez, podremos descubrir las modalidades de nuestro propio pensar. En otras palabras: el conocerse a sí mismo significa, sin duda, estudiar las respuestas, las reacciones que uno tiene en relación con algo. Uno no puede conocerse a sí mismo aislándose. Eso es un hecho evidente. Podéis retiraros a una montaña, a una caverna, o ir en pos de una ilusión a orillas de un río; pero, si uno se aísla, la vida de relación resulta imposible. Y el aislamiento es la muerte. Sólo en la convivencia puede uno conocerse a sí mismo tal como es. Estudiando, pues, las cosas que hemos aceptado, examinándolas plenamente, no superficialmente, podremos quizá entendernos a nosotros mismos.

Ahora bien, una de las cosas en que a mi parecer uno lo acepta todo ávidamente, lo da todo por sentado, es la cuestión de las creencias. Yo no ataco las creencias. Lo que tratamos de hacer en la tarde de hoy es descubrir por qué aceptamos las creencias; y si podemos comprender los motivos, las causas de esa aceptación, quizá podarnos no sólo entender por qué hacemos tal cosa, sino asimismo librarnos de ella. Porque uno puede ver cómo las creencias religiosas, políticas, nacionales y de diversos otros tipos, separan a los hombres, cómo crean conflicto, confusión, antagonismo, lo cual es un hecho evidente; y, sin embargo, no estamos dispuestos a renunciar a ellas. Existe el credo hindú, el credo cristiano, el budista, innumerables creencias sectarias y nacionales, diversas ideologías políticas, todas en lucha unas con otras y procurando convertirse unas a otras. Claramente podemos ver que las creencias separan a la gente, crean intolerancia. ¿Pero es posible vivir sin creencia? Eso puede descubrirse tan sólo si uno logra estudiarse a sí mismo en relación con una creencia. ¿Es posible vivir en este mundo sin una creencia; no cambiar de creencias, ni substituir una por otra, sino estar enteramente libre de toda creencia, de suerte que uno haga frente a la vida de un modo nuevo a cada minuto? La verdad, después de todo, está en esto: en tener la capacidad de enfrentar todas las cosas de un modo nuevo, de instante en instante, sin la reacción condicionante del pasado, para que no haya ese efecto acumulativo que obra como barrera entre uno mismo y aquello que es.

Evidentemente, la mayoría de nosotros acepta o adopta creencias ante todo porque en nosotros hay temor. Sentimos que, sin una creencia, no sabremos qué hacer. Entonces utilizamos la creencia como una norma de conducta, como dechado de acuerdo con el cual encauzamos nuestra vida. Y también creemos que puede haber acción colectiva gracias a la creencia. Así, pues, en otras palabras, consideramos que para actuar se necesita una creencia. ¿Y es ello así? ¿La acción requiere creencia? Es decir, siendo la creencia una idea, ¿hace falta ideación para actuar? ¿Qué está primero, la idea o la acción? Primero, sin duda, está la acción, que es placentera o penosa; y según eso elaboramos diferentes teorías. La acción, invariablemente, aparece primero. ¿No es así? Y cuando hay temor, cuando existe el deseo de creer para poder actuar, entonces interviene la ideación.

Ahora bien, si reflexionáis, veréis que el temor es una de las razones para que haya deseo de aceptar una creencia. Porque, si no tuviéramos creencia alguna, ¿qué nos sucedería? ¿No nos causaría pavor lo que pudiera ocurrir? Si no tuviéramos ninguna norma de acción basada en una creencia (ya sea en Dios, en el comunismo, en el socialismo, en el imperialismo), o en tal o cual fórmula religiosa, o en algún dogma que nos condicione, nos sentiríamos totalmente perdidos, ¿no es así? Y esa aceptación de una creencia, la ocultación do ese temor, ¿no es acaso el miedo de no ser realmente nada, el miedo de estar vacío? Después de todo, una taza sólo es útil cuando está vacía; y una mente repleta de creencias, de dogmas, de afirmaciones y de citas, es en realidad una mente incapaz de crear, y que lo único que hace es repetir. Y el huir de ese miedo – de ese miedo al vacío, a la soledad, al estancamiento, de ese miedo de no llegar, de no triunfar, de no lograr, de no ser algo, de no llegar a ser algo – es sin duda una de las razones por las cuales aceptamos las creencias tan ávida y codiciosamente. ¿No es así? ¿Y podemos entendernos a nosotros mismos mediante la aceptación de una creencia? Todo lo contrario. Es obvio que una creencia, política o religiosa, impide la propia comprensión. Obra a modo de pantalla a través de la cual nos miramos a nosotros mismos. ¿Y podemos mirarnos a nosotros mismos sin creencia alguna? Si suprimimos esas creencias – las muchas creencias que uno tiene – ¿queda algo para mirar? Si no tenemos creencias con las cuales la mente se haya identificado, entonces la mente, sin identificación alguna, es capaz de mirarse a sí misma tal cual es; y ahí, ciertamente, está el comienzo de la propia comprensión. Si uno tiene miedo, si, encubierto por una creencia, existe el temor; y si, al comprender las creencias uno se enfrenta con el miedo sin el tamiz de las creencias, ¿no es entonces posible librarse de esa reacción del miedo? Es decir, ¿es posible saber que uno tiene miedo y permanecer ahí sin escapatoria alguna? Estar con lo que es resulta mucho más significativo y tiene más valor, por cierto, que huir de lo que es mediante una creencia.

Uno empieza, pues, a darse cuenta de que hay diversas maneras de huir de uno mismo, de la propia vacuidad, de la pobreza del propio ser; escapes tales como el saber, las diversiones, y las distintas formas de afición y entretenimiento, cultas las finas y estúpidas las otras, inteligentes o sin valor alguno. Esas cosas nos rodean, somos esas cosas; y si la mente puede percibir el significado de las cosas a las cuales está sujeta, entonces, quizá, estaremos frente a frente con lo que somos, sea ello lo que fuere; y yo creo que en el momento en que seamos capaces de hacer eso, habrá en nosotros una verdadera transformación. Entonces, en efecto, el problema del temor no se plantea, porque el temor sólo existe en relación con algo. Cuando estáis vosotros y otra cosa con la cual os halláis en relación, y cuando esa cosa os disgusta y tratáis de evitarla, entonces surge el miedo. Mas cuando sois esa mismísima cosa entonces nada hay que eludir. Un hecho infunde temor tan sólo cuando reaccionáis emocionalmente ante él; pero si os enfrentáis a un hecho tal cual es, no hay temor. Y cuando dejamos de darle un nombre a lo que llamamos miedo y sin definirlo, solamente lo observamos, entonces, por cierto, ocurre una revolución; ya no existe esa sensación de eludir o de aceptar.

De suerte que, para entender la creencia, no de un modo superficial, sino profundamente, hay que descubrir la razón por ha cual la mente se apega a varias formas de creencia, por qué las creencias han adquirido tan grande importancia en nuestra vida: creencias sobre la muerte, sobre la vida, sobre lo que pasa después de la muerte; creencias que afirman o niegan a Dios, que afirman o niegan la realidad, y distintas creencias políticas. ¿No indican todas esas creencias nuestra propia sensación de pobreza íntima? ¿Y no revelan ellas un proceso de evasión, o no actúan como una defensa? Y al estudiar nuestras creencias, ¿no empezamos a conocernos tal cuales somos, no sólo en los niveles superficiales de nuestra mente de nuestra conciencia, sino mucho más hondo? Así, pues, mientras más nos estudiamos en relación con alguna otra cosa, tal como las creencias, más quieta se torna la mente, sin coacción, sin falsa disciplina. Es obvio que cuanto más se conoce la mente a sí misma, más serena está. Cuanto más conozcáis algo, cuanto más familiarizados estéis con algo, más serena se tornará la mente. Y la mente ha de estar realmente quieta no aquietada. Hay, sin duda, una enorme diferencia entre una mente aquietada y una mente quieta. Podéis forzar la mente a aquietarse mediante diversas circunstancias, disciplinas, tretas, etc. Pero eso no es quietud, eso no es paz; eso es muerte. Mas una mente que está serena porque comprende las distintas formas del miedo y se entiende a sí misma – una mente así es creadora, una mente así se renueva sin cesar. Sólo se estanca aquella mente que está encerrada en sus propios temores y creencias. Pero una mente que comprende su relación con los valores ambientes – no imponiendo una norma de valores sino comprendiendo lo que es – ­esa mente, sin duda, se torna serena; es serena. No es cuestión de devenir. Sólo entonces, por cierto, la mente puede percibir lo real de instante en instante. La realidad, a buen seguro, no es algo que se encuentre en último término, un resultado final de la acción acumulativa. La realidad ha de percibirse tan sólo de instante en instante; y sólo puede percibirse cuando no obra el efecto acumulativo del pasado sobre el momento actual, sobre el “ahora”.

Hay muchas preguntas, y contestaré algunas de ellas.

Pregunta: ¿Por qué diserta usted?

Krishnamurti: Creo que esta pregunta es muy interesante para que yo la conteste y también para que vosotros la contestéis. No se trata de por qué yo hablo, sino también de por qué escucháis vosotros. En serio: si yo hablara para expresarme a mí mismo, os estaría explotando. Si el disertar fuese una necesidad para mí con el objeto de sentirme lisonjeado, egoístamente agresivo, y todo lo demás, entonces tendría que servirme de vosotros; entonces no habría entre nosotros convivencia, ya que seríais una necesidad para mi egoísmo. En tal caso os necesitaría para encumbrarme, para sentirme enriquecido, libre, aplaudido, al tener tanta gente escuchándome. Me serviría entonces de vosotros; habría entonces mutua utilización. No habría, pues, convivencia entre vosotros y yo, porque vosotros me seríais de utilidad. Cuando me valgo de vosotros, ¿qué convivencia hay entre vosotros y yo? Ninguna. Y si hablo porque tengo una serie de ideas que deseo transmitiros, entonces las ideas adquieren suma importancia; y yo no creo que las ideas jamás traigan un cambio fundamental; radical, una revolución en la vida. Las ideas nunca pueden ser nuevas; nunca pueden producir una transformación, una oleada creadora, porque las ideas son meras respuestas – modificadas o alteradas – de un pasado que continúa; y ellas siguen siendo del pasado. Si yo hablo porque quiero que cambiéis, o porque deseo que aceptéis mi modo especial de pensar, que pertenezcáis a mi propia sociedad, que os convirtáis en mis discípulos, entonces, como individuos, sois inexistentes, porque en tal caso lo único que me interesa es transformaros de acuerdo a una idea determinada. Entonces vosotros no sois lo importante sino dicho ideal.

¿Por qué, pues, estoy hablando? Si no es por ninguna de esas cosas, ¿por qué hablo? Responderemos a eso en seguida. La pregunta es entonces: ¿por qué escucháis? ¿No es eso igualmente importante? Tal vez más. Si escucháis para adquirir ideas nuevas o un nuevo modo de encarar la vida, sufriréis un desencanto, puesto que no os daré nuevas ideas. Si escucháis para experimentar algo que creéis que yo he experimentado, no hacéis más que imitar, en la esperanza de captar ese algo que a vuestro parecer yo tengo. De seguro, las cosas reales de la vida no pueden experimentarse por interpósita persona. O bien, por el hecho de hallaros en dificultades, de sufrir penas y dolores, o de tener innumerables conflictos, venís aquí a buscar cómo libraros de ellos. También en este caso temo no poder ayudaros. Todo lo que yo puedo hacer es señalaros vuestra propia dificultad, y entonces podemos discutirla; pero a vosotros mismos os corresponde verla. Es muy importante, por consiguiente, que descubráis vosotros mismos por qué venís a escucharme. Porque si tenéis un propósito, una intención, y yo otro, nunca nos entenderemos. Entonces no hay convivencia, no hay comunión, entre vosotros y yo. Vosotros deseáis ir hacia el norte, y yo voy hacia el sur. Nos ignoraremos mutuamente. Eso, empero, no es por cierto lo que se persigue con estas reuniones. Lo que intentamos es emprender un viaje juntos, convivir mientras proseguimos; no que yo os enseñe o que vosotros me escuchéis, sino que juntos exploremos, si ello es posible. Así seréis vosotros no sólo discípulos sino maestros, al ir descubriendo y comprendiendo. Entonces no existe tal división entre lo superior y lo inferior, entre la persona culta y la ignorante, entre el que ha realizado y el que aún está por realizar. Tales divisiones, evidentemente, falsean y pervierten la vida de relación; y si no se entiende la convivencia no puede comprenderse la realidad.

Os he dicho por qué hablo. Tal vez pensaréis que os necesito para poder descubrir. No es así, indudablemente. Yo tengo algo que decir; vosotros podéis aceptarlo o rechazarlo. Y si lo aceptáis, no es que lo aceptéis de mí. Yo actúo simplemente como un espejo en el cual podéis veros a vosotros mismos. Puede que no os guste el espejo y por eso lo descartéis; pero al miraros en el espejo, mirarlo muy llanamente, sin emoción, sin que lo empañe el sentimentalismo. Resulta importante, sin duda, descubrir por qué venís a escuchar, ¿no es así? Si es, simplemente, para entreteneros por la tarde, si venís aquí en vez de ir al cine, entonces ello no tiene valor alguno. Si es con el solo objeto de argumentar, o para captar nuevas series de ideas que podáis utilizar cuando habléis en público, o escribáis un libro, o discutáis, tampoco tiene valor. Pero si realmente venís a descubriros en la vida de relación – lo cual podría ayudaros en vuestro trato con los demás – entonces ello tiene significación, vale la pena; no será entonces como tantas otras reuniones a que asistís. Estas reuniones, por cierto, no tienen por objeto el que me escuchéis, sino que os veáis a vosotros mismos reflejados en el espejo que yo procuro describir. No tenéis que aceptar lo que veáis; eso sería una necedad. Sin embargo, si miráis el espejo desapasionadamente, como si escucharais música, como si os sentarais bajo un árbol a observar las sombras de la tarde, sin condenar, sin ninguna clase de justificación – mirándolo, no más – esa misma percepción pasiva de lo que es surtirá un efecto realmente extraordinario, siempre que no haya resistencia. Eso, sin duda es lo que tratamos de hacer en todas estas pláticas. Así es como llega la verdadera libertad, no mediante el esfuerzo; éste nunca puede traer libertad. El esfuerzo puede traer tan sólo substitución, supresión o sublimación; pero ninguna de esas cosas es libertad. La libertad sólo llega cuando ya no hay esfuerzo por ser algo. Entonces la verdad de lo que es actúa; y eso es liberación.

Pregunta: ¿Hay alguna diferencia entre mi intención de escuchar a Ud. y la de ir de un instructor a otro?

Krishnamurti: Indudablemente, a vosotros os toca averiguarlo, ¿no es así? ¿Por qué vais de un instructor a otro, de una a otra organización, de una creencia a otro? ¿O bien, Por qué estéis tan encerrados en una creencia, cristiana o la que sea? ¿Por qué? ¿Por qué hacemos eso? Ello ocurre no sólo en América sino a través del mundo; hay espantosa inquietud, deseo de encontrar algo. ¿Por qué? ¿Pensáis que buscando encontraréis? Sin embargo, antes de que podáis buscar, necesitáis el instrumento para la búsqueda. ¿No es así? Tenéis que estar capacitados para buscar, no simplemente emprender la búsqueda. Para buscar, para tener la capacidad de buscar, es indudable que debéis comprenderos a vosotros mismos. ¿Cómo podéis buscar sin conoceros primero a vosotros mismos, sin saber qué es lo que buscáis, qué es aquello que busca? Los hindúes vienen aquí y divulgan sus ideas; bien lo sabéis, los “yoguis”, los “swamis”. Y vosotros vais allá a predicar y hacer prosélitos. ¿Por qué? El mundo será feliz cuando no haya maestros ni discípulos.

¿Qué es realmente lo que andamos buscando? Estamos cansados de la vida, cansados de una serie de ceremonias, de una serie de dogmas y ritos religiosos, y por eso pasamos a otra. ¿Es porque se trata de algo nuevo, más excitante: palabras sánscritas, hombres de barba, “togas” y todo lo demás? ¿Es esa la razón? ¿O es que deseamos encontrar un escape, un refugio, en el budismo, en el hinduismo, o en alguna otra creencia religiosa organizada? ¿O lo que buscamos es satisfacción? Es muy difícil distinguir y darnos cuenta de lo que un realidad buscamos, ya que cambiamos según el momento; cuando estamos cansados, cuando nos sentimos desdichados, deseamos algo fundamental, perdurable, final, absoluto. Muy pocos son los que persisten en su búsqueda, en su indagación, mejor dicho. La mayoría de nosotros desea distracción. Si somos intelectuales, deseamos distracción intelectual, y así sucesivamente.

¿Puede uno, pues, de un modo genuino, auténtico, descubrir por sí mismo qué es lo que uno quiera? No se trata de descubrir lo que uno debería tener, o cree que debería tener, sino de averiguar por uno mismo, íntimamente, qué es lo que uno desea, qué es lo que busca tan incesantemente. Y cuando uno busca, puede encontrar. Encontraremos, por cierto, lo que buscamos; pero cuando logramos lo que queremos, ello no tarda en desvanecerse, en volverse cenizas. Antes, pues, de empezar a buscar, coligiendo lo que deseamos, resulta sin duda importante – ¿no es así? – averiguar quién es el que busca y qué es lo que busca; porque si el buscador no se entiende a sí mismo, lo que él encuentre será tan sólo una ilusión autoproyectada. Y podréis vivir felices en esa ilusión durante el resto de vuestra vida, mas no por ello dejará de ser una ilusión.

De modo que, antes de que busquéis, antes de que vayáis de instructor en instructor, de organización en organización, de creencia en creencia, será sin duda importante que averigüéis quién es la persona que busca, y qué es lo que busca; no que os limitéis a vagar de tienda en tienda con la esperanza de encontrar el traje conveniente. Así, pues, lo que por cierto resulta de primordial importancia es que os conozcáis a vosotros mismos, no que os lancéis a buscar; lo cual no significa que debáis tornaros introvertidos y que evitéis toda acción, cosa imposible. Sólo podéis conoceros en la vida de relación, no en el aislamiento. ¿Cuál es, pues, la diferencia entre la intención que uno tiene de venir aquí a escuchar, y la de recurrir a otro instructor? No hay diferencia alguna, a buen seguro, si uno viene aquí simplemente para obtener algo, para ser apaciguado, para hallar consuelo, para recibir ideas nuevas, para que se lo persuada a ingresar en alguna organización o a abandonarla, o Dios sabe para qué otra cosa. Indudablemente, aquí no hay refugio ni organización. Aquí estamos tratando, vosotros y yo, de ver exactamente lo que es, si ello resulta posible; de vernos a nosotros mismos tal cuales somos, lo cual es en extremo difícil, porque somos muy astutos. Son bien conocidas las innumerables tretas que nos jugamos a nosotros mismos. Aquí procuramos desnudarnos y vernos a nosotros mismos; porque es así, despojándonos, como aparece la sabiduría; y es esa sabiduría lo que brinda felicidad. Pero si vuestra intención es hallar consuelo, algo que os esconda de vosotros mismos, algo que os ofrezca un escape, entonces, evidentemente, existen muchas maneras de lograrlo: mediante la religión, la política, las diversiones, el saber; ya conocéis la gama completa. Y yo no veo cómo la afición o la distracción en cualquiera de sus formas, como escape alguno, por agradable o incómodo que sea – al cual uno tan ansiosamente se adapta porque promete una recompensa al final – pueda traer ese conocimiento de uno mismo que es tan esencial y que es lo único que puede darnos la paz creadora.

Pregunta: Nuestra mente sólo conoce lo conocido. ¿Que es lo que en nosotros nos impulsa a buscar lo desconocido, la realidad, Dios?

Krishnamurti: ¿Vuestra mente os impulsa hacia lo desconocido? ¿Existe en nosotros apremio por lo desconocido, por la realidad, por Dios? Por favor, pensad seriamente en ello. No se trata de una pregunta retórica; averigüémoslo, realmente. ¿Existe en cada uno de nosotros un apremio interior por encontrar lo desconocido? ¿Existe ese apremio? ¿Cómo podéis encontrar lo desconocido? Si no lo conocéis, ¿cómo podéis encontrarlo? Por favor, esto no es agudeza de mí parte; no lo desechéis de esta manera. ¿Trátase, pues, de un anhelo de realidad? ¿O es simplemente un deseo de lo conocido, aumentador? ¿Comprendéis lo que quiero decir? He conocido muchas cosas; no me han dado felicidad, ni satisfacción, ni alegría. Por eso quiero ahora otra cosa que me de mayor alegría, mayor felicidad, mayor esperanza, mayor vitalidad – lo que sea. ¿Y puede lo conocido, que es mi mente -porque mi mente es lo conocido, el resultado de lo conocido, el resultado del pasado – puede esa mente buscar lo desconocido? Si yo no conozco la realidad, lo desconocido, ¿cómo puedo buscarlo? Debe, por cierto, venir a mí; yo no puedo ir en pos de lo desconocido. Si voy en su búsqueda, voy en pos de algo que es lo conocido, una proyección de mí mismo.

Nuestro problema, pues, no es el de saber qué es lo que en nosotros nos impulsa a hallar lo desconocido. Eso es bastante claro. El problema es nuestro propio deseo de estar más seguros, de ser más permanentes, más estables, más felices, de escapar al tumulto, al dolor, a la confusión. Ese es, por cierto, nuestro evidente impulso. Y cuando existe ese impulso, ese apremio’ hallaréis un escape maravilloso, un maravilloso refugio, en Buda, en Cristo, o en las banderías políticas y otras cosas más. Pero, indudablemente, eso no es la realidad; eso no es lo incognoscible, lo desconocido. Por lo tanto, el apremio por lo desconocido ha de terminar, la búsqueda de lo desconocido ha de cesar; lo cual significa que tiene que haber comprensión de lo conocido cumulativo, que es la mente. La mente debe comprenderse a sí misma como lo conocido, porque eso es todo lo que conoce. No podéis pensar en alguna cosa que no conozcáis. Solamente podéis pensar en algo que conocéis.

Lo difícil para nosotros es que la mente no prosiga en lo conocido. Y eso puede ocurrir tan sólo cuando la mente se entiende a sí misma y entiende que todo su movimiento proviene del pasado y se proyecta a través del presente hacia el futuro. Es un movimiento continuo de lo conocido; ¿y ese movimiento puede cesar? Sólo puede cesar cuando el mecanismo de su propio proceso ha sido entendido, sólo cuando la mente se comprende a sí misma y comprende su funcionamiento, sus modalidades, sus propósitos, sus empeños, sus exigencias – no sólo las exigencias superficiales sino los profundos anhelos y móviles del fuero íntimo. Esta es una tarea sumamente ardua; no es en una simple reunión, o en una conferencia, o leyendo un libro, que vais a comprender. Al contrario, ella necesita vigilancia continua, constante percepción de todo movimiento del pensar, y no sólo en estado de vigilia sino también durante el sueño. Tiene que ser un proceso total, no un proceso parcial y esporádico.

Asimismo, la intención debe ser recta. Esto es, debe cesar la superstición de que, interiormente, todos deseamos lo desconocido. Es una ilusión pensar que buscamos a Dios; no hay tal. Nosotros no tenemos que buscar la luz. Habrá luz cuando no haya obscuridad; y a través de la obscuridad no podemos encontrar la luz. Todo lo que podemos hacer es remover esas barreras que crean obscuridad; y el removerlas depende de la intención. Si las removéis con el propósito de ver la luz, entonces nada removéis; sólo substituís la obscuridad por la palabra luz. Y hasta el hecho de mirar más allá de la obscuridad es huir de la obscuridad.

No tenemos, pues, que considerar qué es lo que nos impulsa sino por qué hay en nosotros tal confusión, tanta agitación, lucha y antagonismo – todas las cosas estúpidas de nuestra existencia. Cuando éstas no existen, entonces hay luz y no tenemos que buscarla. Cuando la estupidez desaparece, surge la inteligencia. Cuando el hombre que es necio trata de volverse inteligente, sigue siendo necio. La estupidez, a buen seguro, jamás podrá ser transformada en sabiduría; sólo cuando cesa la estupidez hay sabiduría, inteligencia. Pero es obvio que el hombre que es estúpido y trata de volverse inteligente, sabio, nunca podrá serlo. Para saber lo que es la estupidez hay que penetrarla, no de un modo superficial sino pleno, completo, profundo. Hay que penetrar todas las distintas capas de la estupidez; y cuando se produce el cese de la estupidez hay sabiduría.

De modo que resulta importante averiguar, no si existe algo más que lo conocido, algo más grande que nos impulsa hacia lo desconocido, sino ver qué es lo que en nosotros origina confusión, guerras, diferencias de clases, “snobismo”, búsqueda de renombre, acumulación de conocimientos, evasión por medio de la música, del arte y de tantas otras maneras. Es importante, por cierto, ver esas cosas como son, y volver a nosotros mismos tal cuales somos. Y desde ahí podemos proseguir. Entonces resulta relativamente fácil despojarse de lo conocido. Cuando la mente está en silencio, cuando ya no se proyecta hacia el futuro, hacia el mañana, deseando algo, cuando la mente está realmente serena, en una paz profunda, lo desconocido se manifiesta. No tenéis que buscarlo. No podéis atraerlo. Lo que podéis atraer es tan sólo aquello que conocéis. No podéis invitar a un huésped desconocido; sólo podéis invitar a alguien que conocéis. Pero no conocéis lo desconocido, Dios, la realidad, o lo que sea. Ella debe advenir. Sólo puede advenir cuando el campo está listo, cuando la tierra está labrada. Pero si preparáis el terreno a fin de que aquello advenga, entonces no lo tendréis.

Así, nuestro problema no estriba en buscar lo incognoscible, sino en comprender los procesos acumulativos de la mente, la cual siempre está con lo conocido. Y esa es una ardua tarea: requiere atención, requiere una percepción constante en la que no haya sentido alguno de distracción, de identificación, de condenación; es estar con lo que es. Sólo entonces puede la mente estar quieta. Ninguna clase de meditación o disciplina puede aquietar la mente, en el verdadero sentido de la palabra. Sólo cuando la brisa cesa, el lago entra en calma. No podéis aquietar el lago. Nuestra tarea no es, pues, la de buscar lo incognoscible, sino la de comprender la confusión, el alboroto, la miseria que hay en nosotros. Y entonces surge secretamente ese algo en el que esté la felicidad.
El Conocimiento de Uno Mismo
3ª Conferencia – 23 de julio de 1949

Jiddu Krishnamurti, El Conocimiento de Uno Mismo. 14 Conferencias pronunciadas en Ojai, en 1949. http://www.jiddu-krishnamurti.net/es/el-conocimiento-de-uno-mismo/krishnamurti-el-conocimiento-de-uno-mismo-03

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Let Go, Let God

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